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En este mundo distópico no hay mecenas. Ni patrocinadores, ni auspicios, ni nada de nada. No existe el aporte privado a la cultura y las artes.

El inventario de críticas contra los mecenas y las prácticas de patrocinio cultural ha sido largo y se ha mantenido constante en el tiempo. Al final, la falta de transparencia, el lavado de imagen, la evasión de impuestos, la corrupción y otros delitos, ha terminado por cansar a la población que suele preferir a partidos políticos y representantes populares que promueven discursos contra la mercantilización de la cultura. La hipocresía moral, la prepotencia de los auspiciadores, ha terminado por superar toda consideración sobre la presunta bonhomía de las empresas.

Ya nadie recuerda a Cayo Mecenas. Se idolatra a Girolamo de Savonarola, un fraile dominico italiano del siglo XV, conocido por su predicación moral y política en contra de la corrupción del papado y la nobleza florentina, especialmente enemigo de los Medici.

El fraile goza de mayor reputación que los famosos banqueros del renacimiento italiano. A quien fuera líder de una revolución popular en Florencia y que finalmente fue condenado por herejía y ejecutado en 1498 ahora se lo postula como ejemplo de integridad frente al poder del dinero.

Hacer un seguimiento de todos los escándalos en torno al patrocinio de museos en los Estados Unidos, por ejemplo, en los últimos años no es tarea fácil. Hay escándalos sobre el dinero inmobiliario, del petróleo, la financiación de los que niegan el cambio climático, la financiación de los partidarios de las causas de extrema derecha en general, la financiación de familias completas ligadas al negocio de las armas, los transgénicos, etc., etc.

Y a medida que se multiplican, los escándalos empiezan, cada vez más, a ser menos sobre los individuos y más sobre el sistema. A veces expresada en voz alta, pero principalmente detrás de escena, la pregunta para los museos, las galerías, los centros culturales es: ¿De dónde vendrá el dinero?

La respuesta a esta pregunta ha provocado que el Estado ha terminado ocupando todo el espacio en el ecosistema de financiamiento, si queda algo, será pura filantropía. Se asume como un axioma que el capitalismo no tiene nada de filantrópico. Las autoridades y la opinión pública saben que las empresas no donan ni regalan nada, eluden impuestos y se benefician tributariamente al hacer publicidad de sus marcas.

De hecho, se enseña en escuelas y universidades savonarolas que el capitalismo filantrópico incluye en una sola palabra dos términos incompatibles entre sí. Esta afirmación un tanto contundente viene corroborada por la propia definición que el diccionario de la Real Academia Española(DRAE) da del término filantropía: “Amor al género humano”. Un sistema económico como el capitalismo no siente nada de amor por el género humano si se tiene en cuenta para empezar la definición que el DRAE proporciona: 1.”Régimen económico fundado en el predominio del capital como elemento de producción y creador de riqueza. 2. Conjunto de capitales o capitalistas, considerado como entidad económica”.

En todo caso, se puede considerar que, si se crea riqueza y esto beneficia a las personas en la mejora de su bienestar, como así ha sido en los países desarrollados, algún elemento filantrópico puede haber en su comportamiento.

En este escenario, las grandes fortunas no suelen llegar a las clases más desfavorecidas de forma desinteresada, por el contrario, suelen ir unidas a desgravaciones fiscales, “lavados” de conciencia, creencias religiosas, o, en el mejor de los casos, a actuaciones basadas en el puro altruismo social. Es por ello por lo que estas conductas benévolas son criticadas por la sociedad por unir la buena imagen a un escondido beneficio económico.

En este mundo orwelliano, los vicios del mercado atraparon a las organizaciones sociales, con el riesgo de caer en prácticas corruptas y convertirse -consciente o inconscientemente- en medios para el lavado de dinero o en escaparates publirrelacionistas, con fines políticos o de promoción no necesariamente altruista.

Si antaño algunas organizaciones de beneficencia eran escondites de pervertidos o sociópatas, al imponerse los valores capitalistas, muchas de ellas -por la necesidad de contar con recursos financieros- sucumben a los esquemas que pervierten el origen de su trabajo, en aras de la profesionalización y otros temas que han convertido el voluntariado en un producto más del consumo neoliberal, que hace su agosto en empresas de cursos para procuración de fondos, desarrollo de profesionales del sector no lucrativo etc., sin pagar impuestos ¡Claro!

Durante muchos años, se dice, fundaciones en gran parte antidemocráticas, dirigidas por hombres blancos y donantes adinerados pueden haber estado apoyando un buen trabajo, sí, pero al hacerlo, también estaban aumentando su influencia en la sociedad a través de sus donaciones a organizaciones sin fines de lucro.

Dar nunca ha sido equitativo en los EE. UU., tampoco en Quito, La Paz o Asunción, después de todo, aquellos que tienen más tienen una mayor capacidad para dar, pero en las últimas dos décadas, la concentración de donaciones ha aumentado dramáticamente.

Con un único proveedor de financiamiento, los artistas tienden a alinearse con el gobierno.

En el futuro, el sistema de impuestos “paternalistas” que campea en la región no incluyen principios de democracia tributaria. La política de financiamiento “estatista” refleja la desconfianza en el contribuyente y su capacidad real de poder administrar eficientemente los recursos que genera. El estado sí lo sabe hacer mejor que las personas, ergo, los reemplaza.

En el escenario Savonarola, y dado que las empresas no han sido capaces de crear vínculos reales con el entorno, dado que se mueven por intereses de obtener lucro con el arte, estimulando procesos de privatización / apropiación privada del arte, el Estado ha vuelto a asumir su obligación sobre el sector.

Reconociendo que las decisiones autónomas de las empresas sobre el destino de sus aportes cuando actúan como donantes generan, por una parte, concentración de apoyo en algunas formas de arte / cultura y, por la otra, concentración de los aportes en algunas zonas del territorio, es desmedro de otras, ha dispuesto que un porcentaje más o menos variable de las contribuciones de las empresas a proyectos calificados por el Gobierno, vayan a engrosar un Fondo Común que será manejado por funcionarios de la administración para “compensar” las desigualdades que genera la filantropía privada.

por Cristian Antoine

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